domingo, 24 de marzo de 2013

Juan Zaranda, corazón para dar y regalar


Muchos nos preguntamos cómo serían las clases de Juan en el colegio de Los Marianistas de Jerez, donde ejerció como profesor tantos años. Seguramente se parecerían a ese otro magisterio que impartió, durante toda su vida, a quienes tuvimos la inmensa fortuna de conocerle. En el temario no podían faltar ni Machado ni Valle, porque lo primero era ser persona: de ahí esa mirada compasiva, desgarradoramente humana -inolvidables sus personajes de Mariameneo, mariameneo y de Vinagre de Jerez- sobre los desahuciados, los parias, los olvidados del mundo, y que merecieran en cambio su desdén los divos. Para él, como para su hermano Paco y el resto de La Zaranda, el teatro era una ceremonia sagrada, y la vanidad un pecado mortal.

Juan Sánchez, Juanito Zaranda, hablaba siempre de cosas que no aparecen nunca en los periódicos: del alma, del cariño, del arte, pero de ese arte que no se puede medir ni calcular su precio: versos de sus adorados Ory y Julio Mariscal en medio de una partida de dominó, el estremecimiento de una marcha procesional o un quejío de Rubichi en su teléfono móvil, los andares silentes de Paula, que él imitaba como nadie en madrugadas sin fin… Todo aquello que se llevará por delante la patada del tiempo, pero que una vez fue la vida: él nos lo enseñó.

Juan nos enseñó lo que podía hacerse con aquellos modestos mimbres, la inocencia, el pasmo, la misericordia. A finales de los 70 y sin haber leído a Kantor, él, el más vitalista de los cómicos, y sin duda una de las cinco o seis personas con más ángel del mundo, reinventó el teatro muerto desde Jerez, demostrando que era posible hablar de la Baja Andalucía sin resultar rancio, y que a la escena no le faltaban escenografías fabulosas, sino corazón. Por eso, mucho antes de que los santones del sector en España aceptaran a La Zaranda, ya la América de César Vallejo, la que sabía velar el cadáver de un pan con dos cerillas, los había bendecido y convertido en leyenda.

El puente entre las dos orillas fue el FIT de Cádiz, que no volverá a ser el mismo sin la puntual comparecencia de Juan, un año tras otro, a sus escenarios y abrevaderos. Aunque llevaba mucho tiempo alejado de la dramaturgia, seguía siendo una figura amada por la gente de teatro de ambos continentes. No cuesta nada imaginar a cientos de ellos levantando en este momento sus copas en tantos y tantos rincones, del Río Grande a la Patagonia, de La Candelaria bogotana a Agüimes, de Palma del Río a Montevideo o Caracas, por la grata memoria de este humilde y genial poeta de las tablas. Juan, que detestaba los homenajes, acaso no hubiera querido más que eso, sentir cerca el calor de Paco, Eusebio, de su Quique, de Gaspar y Melchor; de Antonio el Piojo, Pablo y Mar, Yolanda, Pepe y Eduardo, Margallo, Marta Carrasco y tantos otros… Y cómo no, de Lourdes, su sostén, su compañera en todas las luchas.

Siempre ligero de equipaje, siempre irreverente y libre, Juan nos enseñó que no vale la pena vivir sin jugar, que el infierno a veces está en la tierra y la gloria donde menos lo esperas, que casi todas las verdades son mentiras y hay embustes que merecerían ser verdad, que hoy es siempre y que algunas noches duran seis días. Todo eso nos lo sigue recordando ese enorme e irremplazable corazón que es Juan de la Zaranda.

[Publicado en Diario de Jerez]

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