Una variante del aserto "lo que no se escribe, no existe" niega carta de naturaleza a todo aquello que Google no pueda encontrar. Me ha hecho pensar sobre todo esto la triste noticia de la defunción de Sigfrido Martín Begué, el 31 de diciembre pasado, en ese final de año que se ha llevado a tanta gente, y tan valiosa. He buscado en mis cuadernos de hace siete u ocho años sin éxito, lo he intentado por los buscadores de la red, pero no he encontrado una sola referencia a la visita que este excepcional dibujante hizo (¿la hizo?) a Cádiz, invitado por el programa FronteraSur del que tuve la suerte de formar parte.
Y he tratado de recordar un café que me tomé a solas con él -aunque luego se nos incorporó (¿seguro?) la también artista Pilar Albarracín- en el bar del Palacio de Congresos, donde celebramos el encuentro. Casi lo estoy viendo, con chaqueta negra y corbata roja. Y trato también de rescatar sus comentarios ingeniosos, su buen humor sin ser chistoso, la modestia con que recibía mis piropos a su obra, absolutamente sinceros. Durante años, cada domingo, Sigfrido nos obligaba a abrir el suplemento de El País por la última página, donde sus trabajos ilustraban los artículos de Antonio Muñoz Molina. Pero en la necrológica de este periódico no se dice nada de eso. ¿También lo he soñado?
Amante de los suelos ajedrezados, de los animales y los muñecos articulados, de los homenajes a grandes pintores; icono de la Movida a su manera, surrealista a su manera, pirandelliano a su manera, Sigfrido Martín Begué se ha ido prontísimo, a los 51 años, y no tengo modo de poner en pie, ni documentar como es debido, mi propio recuerdo personal. Lo que sí he encontrado es una obra suya, que reproduce la Isla de los Muertos de mi adorado Böcklin. Sólo que no logro ver a Sigfrido a bordo de la barca de Caronte, sino subido a esa avioneta, saludando desde arriba, haciendo girar esa hélice multicolor.
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